martes, 2 de noviembre de 2010

Conclusiones


Las experiencias intensas suelen tener un final doloroso. Es muy complicado. Podría uno no dejarlas entrar tan adentro, pero entonces pierden todo su valor, su peso. Es el peso que recae tan fuerte en nuestra alma, durante un periodo de tiempo muy efímero, y luego nos deja desnudos, con las piernas temblorosas y aparece en nosotros esa inevitable borrachera de debilidad, de la cual algunos se dejan arrastrar, en la que acaban cayendo; y otros intentan huir de ella. Es un riesgo muy grande el que uno corre. No vivirlas puede considerarse más sano, aunque desde mis ojos es resignarse a tener una vida llena de ligereza. Para muchos eso significa alcanzar la felicidad: deshacerse de todo posible dolor. Al fin y al cabo eso supondría acabar encontrándose con un vacío estrangulador. En definitiva no es bueno ni un extremo ni el otro. El uno nos puede llegar a enfermar, si es constante, si no va cargado de paréntesis donde a uno le dé tiempo a encontrarse a sí mismo en medio de tanta adrenalina. El otro puede adormecernos con su droga de la (no)tranquilidad, puede matar la realidad.

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