Nunca antes había imaginado que acabaría delante de aquella puerta, y menos aún, cruzándola. Todo pasó muy rápido, pero guardo un profundo recuerdo de aquella visita. Entonces tenía unos 20 años y me encontraba en una de esas estúpidas etapas en la que sientes que tu vida corre un grave peligro.
Yo me encontraba allí, frente a la puerta, con la indecisión corriendo por todo mi cuerpo a punto de huir. Nunca me dijeron que el lugar fuera horrible ni nada parecido, simplemente supe que si abría aquella puerta, todo iba a cambiar y no sabía si estaba dispuesta a ese devenir en mí misma. Pero allí estaba, había llegado sola, sin compañía, sin preguntar… Mis propios pasos me llevaron a ella sin quererlo.
Era una puerta realmente estrecha, de madera, demasiado corriente para lo que yo esperaba, sin embargo, emanaba algo que me atraía y a la vez me paralizaba. Tenía miedo, mucho miedo. En un momento de decisión agarré el pomo de la puerta sin vacilar y la empujé con fuerza. Oscuridad: eso fue lo primero que hallé; y frío, mucho frío. Había alguien. Una especie de hombre con una larga capa negra, encapuchado, se acercó y se limitó a entregarme unas cuantas llaves. Tenía unas manos enormes y me pareció que tenía la cara deformada, pero enseguida se fue, sin decir nada, desapareció en la oscuridad. De repente una luz apareció iluminando otra puerta. Me dirigí hacia ella a paso lento, procurando no hacer ruido e intenté abrirla, pero esta estaba cerrada. Miré todas las llaves y probé con la que me pareció que podía encajar, curiosamente funcionó y la abrí. Lo que paso a continuación fue realmente extraño, la puerta se cerró detrás de mí, desapareció y la siguiente habitación se iluminó dejándome sola, conmigo, sola. Me explico: la habitación estaba llena de espejos, por todos lados, ella misma parecía un espejo. Por un momento me sentí acorralada, pero a la vez curiosa. Pasado el rato empecé a sentirme irritada, intenté encontrar alguna salida, alguna puerta tras aquellos espejos, pero fue en vano. Fue como si la locura empezara a invadir todo mi ser, no veía a otra cosa que a mí. A mí, a mí, a mí. Yo sonriendo, yo gritando, yo llorando, yo tumbada, yo de pie, yo enfadada, yo, yo, yo. Creo que nunca antes me había contemplado durante tanto tiempo. Estuve encerrada horas, muchas horas, aún lo recuerdo y no sé cuántas pudieron ser, horas que se me hicieron eternas, horas de tortura. Horas de odio a mí misma. Horas, tal vez años observando como los gusanos de mi alma se alimentaban de mi carne. Tal vez no duró tanto, pero el dolor era tan insoportable… Vi la luz cuando unas escaleras me salvaban de aquél mundo terrorífico, en el que sólo estaba yo consumiéndome en mí misma.
Eran unas escaleras en espiral, con los peldaños bajitos, estrechos, interminables. Al llegar, otra puerta. Cualquier cosa era mejor que el terror de volverse loca. Abrí con la primera llave que pude, corriendo, temiendo volver a caer en la atracción de los espejos. Exhausta, entré sin dudarlo. Lo siguiente me sorprendió, no me lo esperaba. Me hallaba en medio de un bosque, y tras de la puerta que había dejado a mis espaldas, no había absolutamente nada. Sólo bosque. Un bosque otoñal, frío, pero tranquilo. Con una tierra llena de hojas secas, amarillas, naranjas, marrones… Una maravilla. Me descalcé y empecé a caminar sintiendo las hojas en la planta de mis pies, respirando aire fresco. Anduve durante mucho rato, podría haberse hecho de noche, pero me dio la sensación de que eso allí no podía ocurrir. Era como estar en el interior de una foto, nunca cambiaba nada. Pero sí que sucedió, topé con un gran lago. No paraba de sentirme llena de vida, ligera entre tanta tranquilidad. Descansada. Me tumbé en la orilla del lago, cansada de tantas emociones, de tanto caminar. Aquello me estaba resultando duro, pero parecía que ahora había aflojado el ritmo. Cerré los ojos durante largo rato, incluso notaba cómo las hojas secas caían encima de mi cuerpo… Y sentí un calambrazo muy fuerte en mi interior cuando comprobé que no podía abrir los ojos. No podía moverme. Mi cuerpo no respondía, y me vi. Me vi a mí misma tumbada en el suelo, pálida, más pálida que nunca, envuelta en raíces que amarraban todo mi cuerpo que ya era parte de ese paisaje. Tuve ganas de salir corriendo otra vez. ¿Cuándo iba a terminar aquélla pesadilla? Mi alma, espíritu, mi otro yo, mi no cuerpo se sumergió en el lago, dejando atrás aquélla imagen aterradora.
Agua. Podía respirar aunque llevara más tiempo del normal. Me sentí protegida, aunque desorientada. Muerta ya por el cansancio, me dejé caer a la oscura profundidad de aquél lugar que pretendía ser un lago. Después de largo rato dejándome llevar por la profundidad con los ojos cerrados… Luz, mucha luz, mucho calor. Imposible, fuego. Me alarmé, ya casi podía sentirlo sobre mi piel, pero, ¿cómo era posible? Nadé con todas mis fuerzas, arrastrada por la desesperación. No concebía cómo mi cuerpo aún respondía. Al llegar a la superficie, volví al mismo paisaje de antes: el bosque otoñal, pero con una gran diferencia, y es que ya no era otoñal, sino que una gran capa blanca cubría el paisaje. Mi cuerpo mortal ya no se distinguía, oculto entre la nieve.
Un poco más lejos, pude divisar un gran árbol, el único árbol que no estaba nevado. Todo aquello era ya demasiado irreal, pero de eso se trataba, así que me concentré en seguir el camino. Antes de que pudiera alcanzar el árbol una jauría de lobos me interceptó. Seis o siete lobos. Lo curioso de esto, es que no sentí miedo. Todos ellos se pusieron a aullar, a aullar a una luna diurna, clara y transparente. Se fueron tal y como volvieron: inesperadamente. Excepto uno: el lobo blanco, más blanco que la nieve, con unos ojos que me recordaban a la profundidad del mar. Me resultaron familiares por un instante y no pude evitar romper a llorar desesperadamente, pero él se acercó a mí, mirándome a los ojos, torturándome más aún, sin ofrecerme su calor pero deseando mi felicidad. Me hizo seguirlo hasta el árbol, donde descubrí, para mi no-sorpresa, otra puerta. Él se fue sin despedirse.
Otra más… ¿Qué secretos guardaría esta? No estaba segura de querer abrirla, tal vez prefería quedarme en ese bosque estacional buscando para siempre al lobo blanco. Pero no, algo me lo impedía y era su propia petición. Así que entré. Increíble, me pareció rarísimo. ¿Por qué ahora me encontraba en un restaurante? Estaba lleno de gente y lo más que puedo decir, es que estaba empapelado como si del cielo y las nubes se tratara. Un camarero, se acercó a mí, y me pidió que lo siguiera (alguien me esperaba). Quise desmayarme: yo misma me esperaba. Vacilando, me senté, frente a mí. Fue la sensación más extraña que tuve hasta entonces, aunque no terrorífica como la de los espejos. Era diferente. Ambas, nosotras, las dos, yo, cenamos, sin cruzar palabra, jugando a las miradas curiosas. Ella (yo) se levantó y yo la (me) seguí. Descubrí que era el restaurante de un hotel. Nos metimos en un ascensor y allí empezó a besarme, allí empecé a besarla. Al llegar a nuestra habitación y cerrarse la nueva puerta tras nosotras, la empujé contra la primera pared que pude y la besé desesperadamente. Le desgarré el vestido y la tiré sobre la cama. Era bella, bellísima. Cada rincón de su cuerpo me parecía irresistible. Me excitaba verme así desnuda, toda poseída por mí misma. Me acosté, pero esta vez no estaba sola, esta vez estaba conmigo. Hice el amor conmigo misma.
Y así me encontré.